lunes, 11 de marzo de 2019

Don Saturnino, el no memorioso


Don Saturnino tenía cuatro bibliotecas  en su departamento. Una por cada una de las paredes de su escritorio. Las estanterías iban desde el piso hasta el techo. Y todas repletas de libros. Don Saturnino los había leído todos. Pero no recordaba el contenido de ninguno. Cada vez que terminaba de leer un libro  le colocaba una cruz en lápiz. Ahí estaban, por ejemplo,   La Guerra y la Paz de Tolstoi con trece cruces  y Las doradas manzanas del sol de Bradbury con nueve cruces. También se podía ubicar a  Cien años de Soledad de García Marquez con diez cruces y El espía de Graham Greene con ocho. A ninguno de los centenares de libros que cubrían las paredes les faltaba una cruz, por lo menos.
 Sus conocidos lo llamaban Don Saturnino, el no memorioso, es que apenas terminaba de leer un libro  olvidaba la trama, los personajes, todo .
Algunos tenían pena porque Don Saturnino, que era habitué en las tertulias de literatura nunca podía hablar de sus lecturas. Iba y escuchaba. Anotaba los títulos sobre los cuales hablaban, después iba a su departamento, buscaba el libro, lo volvía a leer y le colocaba una nueva cruz en lápiz. Y si el libro no estaba en sus estanterías, iba a comprarlo y tenía el gusto de ponerle, al final, la primera cruz. Sí, todos se apenaban por Don Saturnino, al que secretamente aludían como el no memorioso
Pero lo que nadie sabía era que Don Saturnino, al llegar todos los días a su  departamento, después  de una jornada de ocho horas en las oficinas del correo, preparaba una tetera con té en hebras, se dirigía a su escritorio y  recorría lentamente con la vista las cuatro paredes tapizadas de libros desconocidos.  Y ahora sí, con una imperceptible sonrisa en los labios y con el lápiz negro en su bolsillo elegía un libro al azar y se sentaba en su mecedora disfrutando el placer de saber  que tenía todo un mundo nuevo por descubrir.

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