Don Saturnino tenía cuatro bibliotecas en su departamento. Una por cada una de las
paredes de su escritorio. Las estanterías iban desde el piso hasta el techo. Y
todas repletas de libros. Don Saturnino los había leído todos. Pero no
recordaba el contenido de ninguno. Cada vez que terminaba de leer un libro le colocaba una cruz en lápiz. Ahí estaban,
por ejemplo, La Guerra y la Paz de
Tolstoi con trece cruces y Las doradas
manzanas del sol de Bradbury con nueve cruces. También se podía ubicar a Cien años de Soledad de García Marquez con diez
cruces y El espía de Graham Greene con ocho. A ninguno de los centenares de
libros que cubrían las paredes les faltaba una cruz, por lo menos.
Sus conocidos lo
llamaban Don Saturnino, el no memorioso, es que apenas terminaba de leer un
libro olvidaba la trama, los personajes,
todo .
Algunos tenían pena porque Don Saturnino, que era habitué
en las tertulias de literatura nunca podía hablar de sus lecturas. Iba y
escuchaba. Anotaba los títulos sobre los cuales hablaban, después iba a su
departamento, buscaba el libro, lo volvía a leer y le colocaba una nueva cruz
en lápiz. Y si el libro no estaba en sus estanterías, iba a comprarlo y tenía
el gusto de ponerle, al final, la primera cruz. Sí, todos se apenaban por Don
Saturnino, al que secretamente aludían como el no memorioso
Pero lo que nadie sabía era que Don Saturnino, al llegar
todos los días a su departamento,
después de una jornada de ocho horas en
las oficinas del correo, preparaba una tetera con té en hebras, se dirigía a su
escritorio y recorría lentamente con la
vista las cuatro paredes tapizadas de libros desconocidos. Y ahora sí, con una imperceptible sonrisa en
los labios y con el lápiz negro en su bolsillo elegía un libro al azar y se
sentaba en su mecedora disfrutando el placer de saber que tenía todo un mundo nuevo por descubrir.
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